La reeducación y la reinserción no siempre son posibles, pero ¿hacemos todo lo que podemos para conseguirlas? Hoy quiero hablar de la estrecha relación que existe entre criminología y reeducación, todo ello aplicable tanto a centros de menores infractores como a centros penitenciarios.
¿Qué son la reeducación y la reinserción social?
El artículo 25 de la Constitución Española empieza diciendo que «las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados». Para empezar, ¿cómo se orienta una pena privativa de libertad, como la prisión, a la reeducación y la reinserción? En principio, a través de programas específicos y actividades; y digo en principio porque no son obligatorios, con lo que los internos eligen, voluntariamente, en qué programas y actividades participar. Algunas veces he hablado con juristas sobre por qué esto es así y algunos dicen que porque serían trabajos forzados si se les obligase.
Esto es un problema, porque si un preso se niega a participar en todo tipo de programas, ¿sigue estando su pena orientada a la reeducación y a la reinserción? Ninguno queremos que reincida, claro, pero también sabemos que no basta con desearlo para garantizar que estamos haciendo todo lo posible. Algunas personas con las que he hablado de este tema destacan que estamos tratando con adultos a los que no se puede imponer un tratamiento o la realización de una actividad. Sin embargo, vemos como, en la educación, sí se hace esto con los menores; sería imposible educar a alguien sin asignarle tareas o responsabilidades. Supongo que por eso nos ponen deberes en el colegio y, prácticamente, todo el sistema educativo se sustenta en que hay que completar correctamente una serie de tareas para aprobar (o no perder el derecho a la evaluación continua). Creo que podemos asumir que, en la educación, los menores tienen obligaciones.
Concepto de reeducación
Pero claro, la reeducación es diferente, porque tratamos con gente que ya ha pasado por la etapa de la educación, pero algo ha ido mal. El Estado asume que esa gente necesita ser reeducada, es decir, vuelta a educar. La RAE define la reeducación como el «conjunto de técnicas o ejercicios empleados para recuperar las funciones normales de una persona, que se han visto afectadas por cualquier proceso». Y esto también es aplicable a menores infractores.
Si estudiáis las sentencias del Juez Calatayud, veréis que algunas de ellas son curiosas porque llevan aparejadas otras medidas incluso en el caso de internamiento en centro de menores. Todas ellas tienen la finalidad de ayudar a los menores a empatizar, tomar conciencia de lo que han hecho, y hacerles reflexionar sobre su conducta de una manera activa (con hechos y actividades demostrables), y no de manera pasiva (estando encerrado y viendo pasar los días mirando la pared). Y la pregunta del millón es ¿porqué esto no se puede hacer con los adultos?
Limitaciones de la reeducación social
Personalmente, veo muchas contradicciones en este asunto:
- A los menores se les puede aleccionar porque son menores, sin embargo, reeducar a un adulto es tener una actitud paternalista que no corresponde, pese a que el propio Estado reconoce que necesitan reeducación porque su educación ha fallado.
- A los adultos no se les puede obligar a participar en programas ni actividades porque eso serían trabajos forzados, pero los menores sí pueden hacerlos.
- La propia Constitución dice que hay que orientar las penas para reeducar y reinsertar, pero no establece formas de hacerlo, solo indica que no pueden consistir en trabajos forzados (y tampoco especifica qué es y qué no es eso).
Cuando oigo «trabajos forzados» me imagino a gente picando piedra, pero no me imagino cómo puede ser un trabajo forzado leer un libro y hacer un trabajo sobre el mismo, ir a terapia o participar en actividades de justicia restaurativa. El tipo de medidas que impone el Juez Calatayud a menores no son problemáticas en ese contexto, pero ¿lo serían si se aplicasen en adultos? El simple hecho de estar en prisión no implica que la gente tenga, necesariamente, que cambiar (al menos, no a mejor).
Estar en un sitio es un actividad pasiva en el mismo momento en que se convierte en una rutina, cosa que ocurre en las prisiones, porque uno se levanta, hace sus cosas y se acuesta, todos los días igual, salvo alguna circunstancia especial. Si encima, uno puede negarse sistemáticamente a participar en programas y actividades de reeducación, ya me diréis qué hace esa persona por reeducarse o qué hace el Estado para garantizar que lo haga. No se fomenta su participación activa ni su interés o motivación de ninguna manera. En este punto, supongo que muchos me diréis que se fomenta porque, a cambio de participar en programas y actividades se considera que uno tiene «buena conducta» y se ganan puntos para futuros permisos, cambio de grado, etc. Vamos, que si haces algo por reeducarte activamente, recibes unos beneficios a cambio. Como dice el refrán, el que algo quiere algo le cuesta.
¿A quién benefician las penas de prisión?
Pues en este punto, me gustaría lanzar una pregunta: ¿quién es el beneficiario último de las penas de prisión? Propongo varias opciones:
- El preso, que para algo es el condenado
- La víctima o víctimas directas
- La ciudadanía (víctimas potenciales)
- El Estado
- Todos los anteriores
Supongamos que es la opción 1: ¿se beneficia el preso si sale de prisión, igual o peor, y no puede reinsertarse? Imagino que, en la mayoría de los casos, no, porque eso le puede impedir tener una vida normal. ¿Se beneficia el preso si sale de prisión, igual o peor, reincide y es condenado nuevamente? Suponiendo que sea un psicópata de manual cuya única motivación en la vida es salir para reincidir, tampoco sale muy a cuenta pasar más tiempo dentro de prisión que fuera. Además de ser un psicópata habría que ser muy imbécil.
Supongamos que es la opción 2: no sé qué tranquilidad pueden tener las víctimas sabiendo que la persona que las perjudicó va a salir tarde o temprano de prisión, y puede estar incluso peor que antes de entrar. Solo se me ocurre pensar en esto como un «éxito» (¡entre muchas comillas!) a corto-medio plazo. No parece una solución muy sostenible.
Supongamos que es la opción 3: las víctimas potenciales pueden estar tranquilas, ¡el criminal está entre rejas! Ya, ¿y qué pasa cuándo salga? Ya veremos, pero no me hable de eso ahora, que todavía falta. Mientras tanto pague sus impuestos como buen ciudadano mientras mantenemos encerrada a una persona sin hacer nada si no quiere, no sea que se deslome por reeducarse… El ciudadano tiene obligaciones; el preso no.
Supongamos que es la opción 4: si los programas y actividades para la reeducación ya están en marcha para los que quieran participar, ya se está invirtiendo dinero en ello. Si, de repente, todos los internos quisieran hacerlo, habría que invertir más recursos y contar con más personal para darles servicio a todos. ¿Costaría eso más que no obligar a nadie y arriesgarse a la reincidencia o a la marginación? La primera es seguro que ocasiona nuevos costes (sobretodo un coste social que puede ser imposible de cuantificar), y la segunda tiene altas probabilidades de terminar en reincidencia o comisión de otra clase de delitos, por lo que también tiene un coste.
Supongamos que es la opción 5: a todos los nombrados ¿cómo les benefician exactamente las penas de prisión si no pueden llevar aparejadas medidas reeducativas obligatorias? ¿Cómo se garantiza actualmente que van a obtener un beneficio real?
Soy consciente de que mi punto de vista es cuestionable y criticable, y para eso estamos aquí, para enriquecernos con diferentes puntos de vista.
Ejemplo de reeducación
Me gustaría volver sobre el ejemplo de la educación: siempre hay unos mínimos exigibles. O sea, uno puede aprobar todo con la ley del mínimo esfuerzo, sacando cincos raspados. No es ilegítimo, pero existe un mínimo de esfuerzo inevitable. También hay un máximo, el 10, que se puede mejorar hasta la matrícula de honor en la universidad, quizá con trabajos voluntarios (¡AHA!), igual que se puede subir cualquier nota inferior al 10 haciendo algo que el resto no hace, como un trabajo voluntario (¡AHA!). Si se aplicase este mismo criterio en prisiones, habría un mínimo que hacer para todos, independientemente de los beneficios que se puedan conseguir haciendo más. Es decir, podría haber una medida mínima personalizada asociada a la pena privativa de libertad, y luego, cada cual podría elegir participar en más programas y actividades para conseguir beneficios penitenciarios.
A lo mejor os suena este criterio, típico del ámbito universitario, en el que si uno no ha sacado una nota mínima en la parte teórica de un examen, no se le corrige el ejercicio práctico. Es una forma de economizar tiempo para el profesor (que no tiene la obligación de seguir corrigiendo a alguien que ya sabe que va a suspender) y, en consecuencia, para la propia universidad (los profesores pueden dedicar más tiempo a aquellos que han cumplido el requisito mínimo, y ponerse con otras tareas después). No creo que a nadie le parezca injusto este sistema sabiendo que se cuenta con recursos y personal limitado. Pues imaginad en prisiones, teniendo en cuenta las condiciones en las que trabajan los funcionarios y que, buena parte de los programas y actividades dedicadas a la reeducación las llevan a cabo voluntarios. ¿Porqué si se invierte lo un mínimo no se exige un mínimo?
Quizá podría plantearse que, para acceder a determinados programas o actividades reeducativas que se premian con beneficios penitenciarios, haya que satisfacer antes un requisito (mínimo) aparejado a la pena de prisión. Hablo de una medida reeducadora especialmente diseñada para cada persona condenada. Esto implicaría que las personas verdaderamente interesadas en obtener beneficios penitenciarios, hayan pasado por un mínimo y hayan optado por seguir esforzándose; al mismo tiempo, aquellas que no quieren participar voluntariamente en esos programas, cumplen un mínimo igualmente.
Conclusión
En este artículo he hablado sobretodo de reeducación, pero es que la reinserción es un melón que prefiero abrir otro día; es un tema que da para otra entrada igual de larga o más. Mi padre y yo mantuvimos varias conversaciones muy interesantes sobre reeducación y reinserción, y aunque teníamos opiniones diferentes en algunos aspectos, estábamos de acuerdo en una cosa: el sistema actual es muy mejorable y no garantiza el cumplimiento del artículo 25 de la Constitución.
Y para terminar, una anécdota: cuando tenía alrededor de 12-13 años, los profesores de mi colegio concertaron una reunión para padres y madres porque mucha gente de mi curso no leía si no era por obligación (ojo a esto). Propusieron averiguar qué nos interesaba para proponer mejores lecturas (que resultasen más interesantes y motivasen más). Mi padre siempre fue un lector acérrimo, algo que heredé de él (por el hábito y por la biblioteca), y propuso una lista con no se cuántos títulos, entre los que estaba Rebeldes, de Susan E. Hinton. Para resumir, es una historia sobre chavales de barrio que tienen movidas con una banda rival y tratan de salir adelante. Pues ese libro consiguió enganchar a gente que no leía nunca, que pensaba que jamás le interesaría un libro, ni leería por gusto; nos gustó tanto que hasta nos pusieron la película en clase de lengua y literatura. En definitiva, hay gente que empezó a leer gracias a ese libro (siguieron con la secuela, La ley de la calle, y de ahí saltaron a otros). Cabe preguntarse cuáles son los motivos por los que los presos no quieren participar en programas y actividades para la reeducación, y si hay algo que se pueda hacer al respecto (incluso antes de imponer medidas parejas a la pena de prisión como he propuesto aquí).
Hasta la próxima entrada.
Quiero dedicar este artículo a mi padre, José Miguel Barrios, fallecido el 20 de marzo de 2019. Gracias por tanto.